En el corazón del Mediterráneo, donde las aguas azul celeste chocan contra costas escarpadas, se alza Malta, un centinela de piedra moldeado por los vientos, las olas y el peso de la historia. Pero más allá de sus acantilados de piedra caliza, fortalezas antiguas y templos megalíticos, yace una historia grabada no por imperios ni conquistas, sino por la supervivencia, la bondad y la calidez humana.
Es el relato de un naufragio que cambió el destino de un archipiélago y de un camino—el Camino Maltés—que aún lleva el eco de pasos antiguos, marcados por la esperanza, la resiliencia y la eterna tradición de la hospitalidad.
Tempestad y naufragio: El día en que un apóstol llegó a la costa
Corría el año 60 d.C. Una embarcación romana luchaba contra la furia de una tormenta mediterránea, con sus velas desgarradas y sus maderas crujiendo bajo el implacable asedio del viento y el mar. Entre soldados, marineros y otros prisioneros, un cautivo llamado Pablo de Tarso no solo estaba atado con cadenas, sino también con un propósito. Su destino era Roma, pero el destino tenía otras costas en mente.
La nave se estrelló contra arrecifes invisibles, lanzando a sus pasajeros a las gélidas aguas del mar. Lucharon contra las olas, aferrándose a los restos del naufragio, impulsados por la pura voluntad hasta que sus pies tocaron tierra firme. Esa tierra era Malta.
Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan que los isleños – referidos en el texto griego simplemente como barbaroi, aquellos que no hablaban ni griego ni latín – recibieron a los náufragos no con recelo, sino con un gesto extraordinario: encendieron una hoguera para calentarlos, les ofrecieron comida y les brindaron refugio contra el frío. En un mundo a menudo dividido por imperios, lenguas y costumbres, este sencillo acto de humanidad cerró la brecha entre extraños.

Pablo, agradecido e inquebrantable, respondió no con sermones, sino con gestos. Entre sus obras más recordadas está la curación del padre de Publio, el gobernador romano de Malta. La noticia corrió rápidamente y pronto los enfermos de la isla acudieron a él. Ya fuera por fe o fervor, muchos quedaron sanados en su presencia. Con el tiempo, según la tradición, el mismo Publio abrazó esta nueva fe, plantando semillas que moldearían la identidad de Malta por siglos.
Cada 10 de febrero se celebra la Fiesta del Naufragio de San Pablo, un vívido recordatorio de aquel día en que la fe llegó no con estandartes y ejércitos, sino aferrada a los restos de una nave destruida, acogida por la calidez de desconocidos.
Malta: Encrucijada de los mares peregrinos
Mucho antes de la llegada de Pablo, Malta ya era un faro para quienes cruzaban el Mediterráneo. Comerciantes fenicios, marineros griegos y legiones romanas habían encontrado refugio en sus puertos naturales. Pero tras aquel fatídico naufragio, el papel del archipiélago evolucionó de simple escala marina a un hito espiritual.
Para el siglo IV, cuando el cristianismo se entrelazó con el Imperio Romano, las costas maltesas recibían no solo a mercaderes y soldados, sino también a peregrinos. Llegaban desde puertos lejanos—Génova, Venecia, Barcelona—navegando hacia los corazones sagrados de la cristiandad: Roma, Santiago de Compostela y Jerusalén. Malta era su refugio, un lugar de descanso antes de continuar su travesía por aguas traicioneras o desiertos ardientes.
Durante la Edad Media, los puertos de Malta se llenaron de cruzados y peregrinos rumbo a Tierra Santa. Sus fortificaciones se hicieron más sólidas, pero también su papel como lugar de acogida. En 1530, la isla se convirtió en el bastión de la Orden de San Juan de Jerusalén, conocidos como los Caballeros de Malta. Estos monjes guerreros fortificaron la isla contra las amenazas otomanas, pero su misión no fue solo militar. Crearon hospitales, cuidaron a los enfermos y aseguraron que los viajeros – ya fueran nobles peregrinos o humildes caminantes – encontraran seguridad entre los muros de piedra de Malta.

Uno de sus mayores legados fue la Sacra Infermeria en La Valeta, inaugurada en 1574. Este vasto hospital era un testimonio de su doble propósito: defensores de la fe y guardianes de la vida humana. Con amplias salas de arcos altos capaces de albergar a cientos de pacientes, fue un lugar de curación y un símbolo de Malta como fortaleza y santuario.
Incluso después de que las Cruzadas se desvanecieran en la historia y Jerusalén escapara de manos cristianas, Malta siguió siendo un ancla vital en las rutas de peregrinación del Mediterráneo. En el siglo XIX, con la llegada de los barcos de vapor y el mar más pacificado bajo los imperios europeos, la isla continuó sirviendo de escala para peregrinos rumbo a Tierra Santa—una pequeña isla con un inmenso legado.
El Camino Maltés: una ruta de esperanza
Aunque Malta ha atraído peregrinos durante siglos debido a su conexión con Pablo, su papel en la gran red de peregrinaciones de Europa se ha profundizado con el surgimiento del Camino Maltés. Esta ruta moderna comienza en las costas de Malta, cruza a Sicilia y sigue hacia el norte por Cerdeña hasta unirse con los caminos que llevan a Santiago de Compostela.
Para quienes lo recorren, el Camino Maltés es más que una simple ruta trazada en mapas. Refleja de alguna manera el viaje de Pablo hacia Roma – un trayecto marcado por tormentas, naufragios y la inquebrantable búsqueda de un propósito. Los peregrinos recorren estos antiguos senderos no solo para alcanzar un destino, sino para atravesar paisajes que han dado forma a la humanidad por milenios: pueblos costeros, llanuras azotadas por el viento y ciudades donde las piedras susurran historias de esperanza contra toda adversidad.

En el espíritu de los años jubilares, cuando las peregrinaciones se convierten en actos de renovación, el Camino Maltés ofrece tanto un camino físico como un viaje interior. Cada paso resuena con capas de historia, desde los primeros momentos de Pablo en las costas maltesas hasta los incontables viajeros que siguieron su estela.
Hospitalidad: el alma de la historia de Malta
Si hay una virtud que define la historia de Malta, desde el naufragio de Pablo hasta el presente, es la hospitalidad. El relato antiguo comienza con desconocidos reunidos alrededor de una hoguera, compartiendo calor bajo cielos tormentosos. Ese primer acto de bondad marcó el tono de la historia maltesa, tejida a lo largo de los siglos por viajeros que encontraron refugio en esta isla.
En la época medieval, los Caballeros de Malta transformaron la hospitalidad en una institución. Su red de hospitales y posadas brindó atención a los peregrinos rumbo a Tierra Santa, mientras que la Sacra Infermeria se convirtió en un faro de excelencia médica en un mundo donde la enfermedad significaba aislamiento.
Incluso en tiempos modernos, el espíritu acogedor de Malta nunca se ha apagado. Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras las bombas caían y la isla soportaba uno de los asedios más largos de la historia, Malta se convirtió en refugio para refugiados y soldados heridos. Por su coraje y compasión, el rey Jorge VI otorgó a toda la isla la Cruz de Jorge en 1942 – un honor raro, grabado en la bandera nacional de Malta hasta hoy.
Recorrer hoy el Camino Maltés es seguir no solo un sendero, sino una historia. Es pararse donde una vez estuvo Pablo, sentir la misma brisa marina que saludó a los náufragos hace dos mil años y experimentar la inquebrantable hospitalidad que ha definido el carácter de Malta a lo largo de los siglos.
Aquí, cada peregrino no es un extraño, sino parte de un relato antiguo – un testimonio de la poderosa verdad de que la hospitalidad puede cambiar el curso de la historia.