Sinceramente, no hay ninguna receta que pueda decirse que procede específicamente del Jubileo que se celebra en Roma cada 25 años. Cuando uno se pregunta por los orígenes de la receta de cordero alla giubilare, cocinado en vino blanco y aromatizado con diversas hierbas, la Inteligencia Artificial admite que no hay documentos históricos que puedan vincular esta receta a un año jubilar real – pero también explica que esta receta sí forma parte de la tradición gastronómica romana.
Las cerezas del Jubileo (cocidas en azúcar, licor y canela, estupendas sobre el helado) también se asocian en cierto modo con el Papa Gregorio Magno. Pero el origen de las crepes está documentado históricamente, y tiene absolutamente que ver con los peregrinos y Roma. Este famoso plato, normalmente asociado a la cocina francesa, se inspiró en el Papa Gelasio, que dio la orden de utilizar los ingredientes más sencillos disponibles (harina, huevos y leche) para alimentar a los peregrinos que llegaban a Roma. Lástima que el Papa africano Gelasio muriera en 496, casi 900 años antes de que su sucesor Bonifacio VIII (famoso por un suntuoso timballo que nunca llegó a probar, pero que se elabora en su ciudad natal de Anagni) convocara el primer Jubileo de la historia moderna.
Esto no significa que no se pueda hablar de gastronomía jubilar. De hecho, la peregrinación jubilar se injerta en la tradición culinaria más amplia, nutritiva y sabrosa de la tradicional peregrinación a Roma. Originadas en la Edad Media para sustituir a la peregrinación a Tierra Santa cuando ésta ya no era posible, las peregrinaciones a Roma y Santiago de Compostela han ido constituyendo a lo largo de los siglos una riquísima y variada red de rutas y recetas a menudo etiquetadas como «del peregrino» – pan del peregrino, sopa del peregrino, etc.– La más famosa de estas antiguas rutas romanas, que aún siguen decenas de miles de personas, es la Vía Francígena, que se nutre de los paisajes de los Apeninos y de sus sabores tradicionales.
La ausencia de gastronomía jubilar en sentido estricto no es una mala noticia. Al contrario, ayuda a comprender el verdadero sentido de novedad que requiere el Jubileo, según la tradición bíblica – especialmente en Levítico, 25 –. El jubileo no es un acontecimiento turístico, ni una novedad en la vida de la Iglesia –como si se tratara de revivir rituales y prácticas anticuadas-. El jubileo reclama algo muy distinto: dejar descansar la tierra, la redistribución de la riqueza, el perdón de las deudas y un año de misericordia y reconciliación – como se lee en el libro de Isaías, al comienzo del capítulo 61 –.
La gastronomía de la peregrinación medieval está en perfecta armonía con este marco teológico y bíblico. Los antiguos libros de cocina presentan platos sencillos, a veces deliberadamente pobres. En efecto, se trata de alimentos aptos para penitentes: la sopa, omnipresente, se elabora con las verduras de temporada que se encuentran en el huerto. A menudo se trata de recetas nutritivas, capaces de sostener el camino del peregrino. Estas recetas nos recuerdan (sobre todo hoy, cuando la estética de la comida se ha vuelto dominante en la televisión y en las redes sociales) que la comida es ante todo alimento para el cuerpo, un cuerpo que hay que cuidar con sabiduría. Por último, es un alimento que se da gratuitamente: un pequeño y sabroso anticipo de una gracia que no se puede comprar, sino sólo recibir como don.
En la extraña locura del Jubileo, donde la lógica económica (incluso en el ámbito espiritual) y las preocupaciones logísticas prevalecen con demasiada frecuencia, la ausencia de una gastronomía específicamente jubilar suena como una bendición. Cruzar la porta santa es un gesto austero que llama a la conversión y a la justicia, ahora más urgentes que nunca en un mundo desgarrado por guerras y divisiones. No es tiempo de banquetes fastuosos.