Las peregrinaciones son tan antiguas como la humanidad. Acudir a un lugar en el que se siente una “presencia divina” forma parte de la experiencia religiosa básica de millones de personas.
Peregrinar no es por tanto patrimonio exclusivo de las religiones monoteístas, pero sí es cierto que éstas han elevado las peregrinaciones a un grado superior. Para las tres grandes religiones del mundo, el tronco común es Abraham y su experiencia de “salir de su tierra” ante la llamada divina. Jerusalén, para muchos la ciudad más santa de la tierra, atrae como un imán a millones de creyentes.
Para el budismo, la peregrinación está relacionada con la iluminación interior. Son lugares santos los relacionados con la vida de Gautama Buda, pero también los templos, pagodas y montañas, lugares relacionados el “camino de la luz”.
En algunas religiones, la peregrinación es un deber religioso. Sucede en el judaísmo ortodoxo (Shalosh Regalim), en el Islam (Hadj) y en el hinduísmo (Chardham Yatra). En otras, es una muestra de fervor y una práctica altamente recomendada en la vida espiritual.
El cristianismo ha elevado la tradición de peregrinar a niveles extraordinarios. Documentadas desde por lo menos el siglo IV, las peregrinaciones a Jerusalén y a Roma, y posteriormente a Santiago de Compostela, han realmente configurado y vertebrado la Europa que hoy conocemos. También en América, lugares como Guadalupe, Luján o Aparecida suscitan espectaculares afluencias de gente. Y siguen surgiendo nuevas metas, como Medjugorje, en las que se renueva una y otra vez la “experiencia de lo divino”.
Pero la experiencia de peregrinar tampoco es patrimonio exclusivo de las religiones. Millones de personas recorren los viejos caminos de sus antepasados buscando una experiencia de fraternidad humana, de encontrar las propias raíces históricas y culturales, de crecimiento personal y espiritual. La enriquecedora experiencia humana de “ponerse en camino” sigue atrayendo, hoy como ayer.