Los paisajes del Jordán guardan los ecos de un antiguo viaje: el de la resistencia, el exilio y la búsqueda de algo inalcanzable. Aquí, entre los desiertos rojizos, las altas mesetas y los cambiantes uadis, el largo camino de Moisés a través del desierto dio su último giro.
Seguir sus pasos es adentrarse en el último tramo de un éxodo, en el que el propio viaje es más definitivo que llegar al destino.
Aqaba: La llegada desde el mar
Aqaba, la ciudad más meridional de Jordania, es el punto de encuentro entre la tierra y el agua. Frente al Mar Rojo, ha sido durante mucho tiempo una encrucijada de comercio y movimiento, y un umbral entre lo conocido y lo desconocido. Para Moisés y sus seguidores, habría marcado el primer paso hacia una nueva tierra tras su huida de Egipto.
El cruce del Mar Rojo, a menudo recordado como un momento de triunfo, dio paso a una realidad más dura en las orillas de Aqaba. Mirando hacia el interior, se extendía el vasto vacío de Uadi Araba, una extensión árida que convertía la supervivencia en una preocupación inmediata. El éxodo no terminó aquí; sólo cambió de forma, pasando de la huida a la resistencia, de la huida al largo desafío del desierto.

A través del Uadi y el viento
Desde Aqaba, el viaje se dirigió hacia el norte, al Uadi Araba, un paisaje de extremos. Flanqueado por las montañas de Edom y la Falla del Jordán, el valle está modelado por el tiempo, el viento y el lento movimiento de quienes lo han atravesado.
Es un lugar donde la supervivencia la dicta la propia tierra, guiando a los viajeros a manantiales ocultos, estrechos barrancos y altas mesetas que oscilan entre la luz dorada y la sombra profunda.
Es una geografía del exilio, donde el movimiento es a la vez una necesidad y una incertidumbre. En la antigüedad, los territorios de Moab y Edom, que ahora forman parte de Jordania, eran a la vez barreras y puntos de paso que determinaban el camino a seguir.
El éxodo, en este escenario, no fue una ruta única, sino una serie de adaptaciones, moldeadas por las fuerzas de la naturaleza y la presencia de otros que durante mucho tiempo habían llamado hogar a esta tierra. Hoy, al caminar por aquí, se siente el lento ritmo del paso, una peregrinación definida no por destinos, sino por el propio paisaje.

Monte Nebo: El final del viaje de Moisés
Elevándose sobre la meseta jordana, el monte Nebo es donde el viaje de Moisés llegó a su fin. No como un lugar de llegada, sino como un umbral nunca cruzado.
Desde su cima, la vista se extiende mucho más allá de la tierra que se dice que Moisés vislumbró: una vasta extensión de valles y crestas que se desdibujan en el horizonte. Sin embargo, el monte Nebo no se refiere a la posesión, sino a la pausa final ante lo desconocido.
A diferencia de los lugares de conquista o asentamiento, es un lugar de conclusión, donde el movimiento se detiene y comienza el recuerdo.
Para los viajeros de hoy, la ascensión al Nebo lleva el peso de todos los viajes largos. No es un lugar de comienzos, sino de finales, donde uno se sitúa al borde del movimiento y mira hacia atrás, no hacia lo que queda por delante, sino hacia el camino dejado atrás.
Un éxodo sin fin
Seguir las huellas de Moisés en el Jordán es trazar un éxodo que no ofrece certezas, sólo el camino en sí. Aqaba es el umbral, donde el mar da paso a la tierra. Uadi Araba es el viaje, donde el movimiento se convierte en supervivencia. El monte Nebo es el final, no del movimiento en sí, sino de un camino concreto.
El viento sigue moviéndose por estos paisajes, modelando las crestas y los uadis, llevando consigo los ecos de quienes recorrieron este camino antes. El éxodo nunca termina del todo. Simplemente se ensancha, a la espera de que el siguiente viajero dé el primer paso.