Si el Camino de Santiago fuera comestible, sabría a Tarta de Santiago. Si alguien termina el Camino sin probarla ¿Realmente ha peregrinado a la legendaria tumba del apóstol? Con su propia denominación de origen, la tarta es perfecta para el camino: más bien plana, consistente, y no necesita refrigeración.
Decorada con una cruz de Santiago hecha de azúcar en polvo, los puristas insisten en que una tarta de Santiago perfecta debe estar hecha con tres partes iguales de almendra, azúcar y huevos. En efecto, la composición debe ser de almendra al 33% como mínimo. Un solo rastro de harina es sencillamente inaceptable. Se añade piel de limón y canela en polvo para aromatizar. Algún goloso suele regar el pastel con un poco de vino dulce o licor antes de probar bocado.
Así pues, la tarta de Santiago es casi sinónimo de Galicia. Pero hay algo que no encaja. Y es el ingrediente principal del pastel: almendras molidas. En Galicia no hay almendros.
El famoso escritor gallego Álvaro Cunqueiro señaló, en la primera mitad del siglo XX, que los postres gallegos más emblemáticos (Almendrados de Alláriz, Pececitos de Almendra de Tui, la Tarta de Mondoñedo) se basan todos en este ingrediente “exótico”. Los historiadores afirman que todos estos pasteles se remontan a la Edad Media, aunque el primer testimonio escrito de la existencia de la Tarta de Santiago se ha encontrado en una recopilación de recetas fechada en 1838 -el Recetario de Confitería Bartolomé de Leybar.
Otros historiadores apuntan a un “pastel real” incluido en el recibo de una cena celebrada en la Universidad de Santiago en 1577, pero los expertos sostienen que el “pastel real” era un manjar más bien salado –al modo de una empanada gallega.
Sea como fuere, la historiografía oficial señala que las clases altas gallegas utilizaban almendras traídas del Levante español, y que estos apreciados frutos secos eran considerados un signo de estatus social, económico y político. Pero si era un producto sólo al alcance de la élite, ¿cómo explicar la extendida popularidad de los postres a base de almendra, y su uso constante en las recetas monacales y conventuales?
Expertos como el famoso escritor gastronómico Jorge Guitián apuntan a una posibilidad mucho más “popular” e interesante. Es un hecho ampliamente conocido que la comida sefardí incluye almendras. Las comunidades sefardíes emigraron en masa al norte de España en los siglos XII y XIII huyendo de los almohades, trayendo consigo una serie de tradiciones culinarias inéditas en el norte ibérico.
La cocina judía combina sabores y significados. La raíz de la palabra hebrea para almendra, shakeid, es idéntica al verbo shakad, que significa “ser diligente,” “esforzarse” o “estar despierto”. Es natural que las almendras se utilizaran ampliamente como sustituto de la harina en la mayoría de los postres, especialmente en Pésaj, cuando la naturaleza “despierta” de su sueño invernal, siendo los almendros de los primeros en florecer. En efecto, el texto bíblico señala que la Menorá se decora con copas de aceite en forma de flores de almendro. Una famosa canción sefardí, Arvolicos d’Almendra, es una declaración de amor, que florece en primavera.
Por otra parte, fueron los árabes quienes trajeron la caña de azúcar a Europa, a través de España. El ingrediente supuso toda una revolución culinaria, sobre todo si tenemos en cuenta que hasta entonces los dulces europeos eran hechos básicamente de miel o frutas. De hecho, su impacto transformador sólo sería superado por la llegada del chocolate desde América -también vía España ¡qué casualidad!
Como señala Guitián, innumerables documentos e historiadores dejan claro que muchas familias sefardíes convertidas al cristianismo enviaban a sus hijas a conventos. Y es muy posible que la singular mezcla de culturas que caracteriza a la Edad Media española (un proceso radicalmente distinto al del resto del mundo cristiano de entonces) se diera también en ambientes conventuales y monásticos. Cuando se leen las recetas de los conventos medievales, se encuentran huellas de las tres culturas hispánicas (cristiana, judía y musulmana) entrelazadas entre sí en forma de mazapanes, turrones, y pasteles de todo tipo.
Según esta hipótesis, la tarta de Santiago no sería en su origen más que un pastel conventual tan popular como cualquier otro –sin más pretensiones que la de ofrecerse en las pastelerías. Al hasta 1924, cuando el famoso repostero compostelano José Mora Soto tuvo la genial idea de dibujar con azúcar glas la Cruz de Santiago sobre la tarta, convirtiendo este dulce más bien sencillo en materia de leyenda.