La infusión de vino con hierbas consideradas curativas tiene una larga tradición fármaco-médica. Pero cuando logró despegarse de ella, y empezó a consumirse como aperitivo para personas no necesariamente enfermas, se convirtió en un auténtico rito.
Los antiguos griegos infusionaban vino blanco con ajenjo ya alrededor del año 400 a. C., como remedio para los dolores de estómago y para combatir los parásitos intestinales. De hecho, “ajenjo” es el nombre común de Artemisia Absinthium. Es la misma hierba que se usa como ingrediente de (evidentemente) la absenta. Y la palabra de la que procede “vermú“ es la pronunciación francesa del alemán wermut (ajenjo).
En realidad, fueron los alemanes quienes siguieron produciendo este tipo de vino fortificado hasta el siglo XVI. El vermú solo comenzó a producirse en Italia a finales del siglo XVIII, y de allí, varios avispados enólogos italianos lo empezaron a producir con gran éxito en España y Argentina, a finales del siglo XIX.
Aunque este tipo de vino lo popularizaron los norteamericanos Martini & Rossi en el siglo XX como ingrediente clave de los cócteles, el vermú es mucho más que eso. La palabra vermú en los países hispanos ha sustituido por metonimia al clásico “aperitivo”. Ya sea blanco y amargo u oscuro y dulce, el vermú, según los puristas, debe disfrutarse solo con hielo y una piel de naranja. Si hay que rebajarlo, sea con un chorrito de sifón o agua con gas. Y no puede faltar un domingo, antes de la comida o la cena.
Este verano, abre una botella de vermú (te recomendamos el catalán Yzaguirre, el italiano Marteletti o el argentino Lunfa rosado) y añade unas almendras, unas aceitunas, o unas patatitas chips para picar. Y si quieres caminar mientras haces el vermú, puedes visitar Reus (tres de los mejores vermuts de toda la Península Ibérica se producen allí) y recorrer la Ruta del Modernismo –un verdadero sendero de peregrinación para los admiradores de Antoni Gaudí.