“Deja tu tierra, tus parientes, y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré”. Estas son las palabras que, según Génesis 12, 1, Dios dijo a Abraham -el padre de las tres principales religiones monoteístas: Judaísmo, Cristianismo e Islam.
Para Abraham, abandonar su patria es la clave de toda su existencia. En efecto, tras abandonar su país, su parentela y la casa paterna (las estructuras fundamentales que hacen posible una vida previsible, protegida, pacífica y cómoda) Abraham se convierte en una persona profundamente distinta. La búsqueda de la tierra prometida terminó siendo una búsqueda existencial de lo desconocido, de lo trascendente, de lo radicalmente otro.
Con el paso de los siglos, la cima del monte Moriah (el lugar donde, según el texto bíblico, tuvo lugar el atamiento de Isaac) se convirtió en uno de los destinos de peregrinación más famosos de la Antigüedad. Tanto es así, que terminó siendo el lugar en el que se erigió el Templo de Jerusalén.
La experiencia de la peregrinación aparece repetidamente en la Biblia hebrea. Una vez al año, la gente peregrinaba a Jerusalén para celebrar la Pascua. Esta peregrinación histórica todavía resuena hoy durante el Séder de Pésaj: “¡El año que viene, en Jerusalén!”.
Aún hoy, Jerusalén sigue siendo uno de los destinos de peregrinación más importantes del mundo. No sólo los judíos la consideran sagrada. Después de La Meca, es el segundo lugar más sagrado para los musulmanes, ya que alberga la piedra desde la que, según la tradición, Mahoma ascendió al cielo.
Jerusalén es también el lugar al que acuden los cristianos para visitar los lugares asociados con la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. De hecho, las peregrinaciones cristianas suelen seguir las rutas por las que pasó Jesús, y las que no, terminan o al menos apuntan a Jerusalén. El conocido Camino de Santiago, por ejemplo, sigue la ruta que, cuenta la tradición, recorrió el Apóstol Santiago (o sus restos) al llegar a España, desde Jerusalén.