Un pastor etíope llamado Kaldi notó un día que sus cabras se comportaban de manera inusual tras masticar los frutos rojos de un arbusto silvestre. Corrían sin descanso, llenas de energía, sin mostrar signos de fatiga.
Intrigado, Kaldi llevó aquellos frutos a un monasterio cercano, donde los monjes, al probar una infusión hecha con ellos, descubrieron que la bebida les ayudaba a mantenerse despiertos durante sus largas vigilias nocturnas. Así nació, según la leyenda, el café.

Más allá de esta leyenda popular, el origen del café se encuentra en Etiopía, donde sus habitantes ya consumían los granos de diversas formas antes de que se convirtieran en la bebida que conocemos hoy. Pero no fueron los cristianos etíopes quienes transmitieron su conocimiento al mundo, sino los musulmanes árabes.
Fueron los místicos musulmanes sufíes en Yemen quienes, en el siglo XV, transformaron el café en un elemento clave de la espiritualidad islámica. Lo usaban para mantenerse en vela durante la dhikr, la recitación mística del nombre de Dios, y para alcanzar un estado de concentración profundo.
La popularidad de la bebida creció rápidamente, y pronto su consumo se extendió desde Yemen hasta los centros religiosos y comerciales de La Meca y El Cairo. Lo traían desde Etiopía, a través de un puerto yemení que pronto pasaría a formar parte de la identidad del café: Moka.
La cultura árabe del café
El café se convirtió en una parte fundamental de la cultura árabe y musulmana, no solo en el ámbito religioso, sino también en la vida social. Beber café era (y sigue siendo) un símbolo de hospitalidad y generosidad. En las reuniones familiares, las asambleas tribales (majlis) y los encuentros diplomáticos, el café árabe se sirve como señal de respeto y bienvenida.

Prepararlo y ofrecerlo sigue un ritual meticuloso: los granos de Coffea arabica se tuestan, muelen y hierven lentamente en la tradicional dallah, una cafetera de cuello largo, y se sirven en pequeñas tazas sin asas llamadas finjān. En algunas regiones, se le añaden especias como cardamomo, clavo o azafrán.
El consumo de café está rodeado de reglas no escritas. Lo habitual es que el anfitrión sirva la primera taza al invitado de mayor rango. Aceptar la bebida es señal de cortesía, mientras que rechazarla sin una razón válida puede considerarse una falta de respeto. Beber tres tazas es lo común, ya que tomar solo una puede interpretarse como desinterés, y agitar la taza al devolverla indica que no se desea más.
Sin embargo, su impacto en la sociedad árabe no estuvo exento de controversias. Desde su aparición, el café despertó recelos entre algunos líderes religiosos y políticos. Su consumo en mercados y cafeterías impulsó la creación de espacios de debate y encuentro, lo que llevó a que algunos lo vieran como una amenaza al orden establecido.
A lo largo de los siglos XVI y XVII, en varias ciudades musulmanas se intentó prohibir el café, alegando que estimulaba demasiado el pensamiento crítico y podía fomentar el cuestionamiento de la autoridad. No obstante, estas restricciones nunca tuvieron éxito, y el café siguió expandiéndose por todo el mundo islámico.
El café en Occidente

El café llegó a Europa a través de los mercaderes venecianos en el siglo XVII. En un principio, su origen musulmán hizo que algunos sectores católicos lo llamaran la “bebida del diablo”. Se dice que algunos clérigos pidieron al Papa Clemente VIII que lo prohibiera, pero tras probarlo, el pontífice habría exclamado que sería una lástima dejar una bebida tan deliciosa a los infieles.
Con su aprobación, el café ganó rápidamente popularidad en el mundo católico, especialmente entre los monjes, quienes lo apreciaron, al igual que los sufíes, por su capacidad para ayudarles a mantenerse despiertos durante las oraciones nocturnas.
El café encontró más dificultades en los países protestantes. En Inglaterra y Alemania, su consumo fue recibido con recelo, ya que se consideraba una amenaza para la hegemonía de la cerveza, la bebida tradicional. Además, en las primeras cafeterías surgieron intensos debates filosóficos y políticos, lo que llevó a algunos gobernantes a intentar cerrarlas.
En 1675, el rey Carlos II de Inglaterra ordenó la clausura de estos establecimientos, temiendo que se convirtieran en focos de conspiración contra la corona. A pesar de estas resistencias, el café terminó imponiéndose en toda Europa, y para el siglo XVIII, su consumo estaba completamente normalizado en los círculos intelectuales, comerciales y religiosos.
Un legado cultural duradero
Hoy en día, el café árabe sigue siendo un símbolo de identidad y cohesión social en Oriente Medio. Su preparación y consumo han sido reconocidos por la UNESCO como patrimonio cultural inmaterial, y su historia sigue viva en los hogares y cafés de la región.
A pesar de los siglos de controversias y desafíos, el café ha demostrado ser mucho más que una bebida: es un nexo entre la espiritualidad y la vida cotidiana, un testimonio del poder de la hospitalidad y una herramienta de reflexión y pensamiento crítico.
En un mundo cada vez más globalizado, el café árabe sigue recordándonos que algunas de las mejores conversaciones y momentos de encuentro comienzan con una taza humeante.
Un proverbio árabe del siglo XVII señala:
“El café, bébelo sin remordimientos. Su aroma quita los nervios y su consumo los problemas de la vida cotidiana”.