En el corazón palpitante de Marrakech, mientras el muecín llama a la oración y el aroma de las especias envuelve los callejones, una mujer se sienta en cuclillas frente a un gran cuenco. Tiene manos fuertes, curtidas por el tiempo. Las mueve en círculos lentos y armoniosos. Trabaja la sémola. Añade agua salada, la tamiza con dedos pacientes. No sigue una receta: sigue un saber antiguo, guardado y transmitido de madre a hija. Está haciendo cuscús.
No es solo un plato. Es un lenguaje hecho de granos, un código que conecta a los pueblos bereberes —los amazigh— con su pasado, su tierra y entre ellos.
Las raíces bereberes de un alimento milenario
El cuscús es la voz de un pueblo, la herencia de una civilización. Los arqueólogos han hallado rastros de él en las tumbas reales del rey bereber Masinisa, soberano que vivió entre el 238 y el 149 a.C., y que unificó gran parte del Magreb. Aquellos hallazgos – tamices, utensilios de cocción – revelan una verdad sorprendente: el cuscús existía mucho antes de la llegada de los árabes al norte de África.
Incluso la palabra “kuskusu”, que entró en el léxico árabe en el siglo XIII, parece tener raíces bereberes. No es solo una cuestión lingüística: es una cuestión de identidad.
El rito de la preparación: Una danza de manos y vapor

Preparar cuscús es una práctica lenta, rítmica, casi meditativa. El trigo duro se transforma en sémola, luego se humedece, se trabaja a mano en pequeños granos y se tamiza varias veces. Sin máquinas. Sin atajos.
La cocción tradicional se hace al vapor, en tres fases, con cada paso interrumpido por un “desgranado” delicado que mantiene el cuscús ligero, suelto, perfecto.
En el centro de todo está la cuscusera, una olla doble donde en la parte inferior hierve un guiso, y en la parte superior los granos se impregnan con el vapor aromático. El resultado es un equilibrio entre aire y tierra, entre sustancia y perfume.
Cada país, una historia. Cada bocado, una identidad
Marruecos: el viernes en familia
En Marruecos, el cuscús es la comida del viernes, día sagrado y de unión. Tras la oración, las familias se reúnen en torno a un gran plato común. Sin cubiertos. Solo manos.
El cuscús marroquí se distingue por su elegancia: pollo en lugar de cordero, nada de tomate, siempre cúrcuma. Las verduras se disponen de forma ordenada, casi coreográfica. El sabor es delicado, profundo, sobrio. Un himno a la tradición.
Túnez: donde el fuego abraza el grano
Al otro lado de la frontera, en Túnez, se reescriben las reglas. Allí, el cuscús es fuego y pasión. La harissa – pasta de guindilla – cambia su destino: el sabor se vuelve ardiente, decidido, inolvidable. Pescado y carne se mezclan, reflejando la costa y el interior. Es un cuscús rebelde, que desafía los paladares y rompe la liturgia. Pero sigue siendo auténtico. Sigue siendo bereber.

Argelia: lo esencial que alimenta
En Argelia, el cuscús es menos picante, pero no menos potente. Su cocina prefiere el aroma a la fuerza: cilantro, canela, ras el hanout. Cada bocado es denso, nutritivo, esencial. Aquí no se busca el efecto escénico. Se busca el sentido. El cuscús es alimento que reconforta, que sostiene, que acompaña.
Mauritania: en el silencio del desierto
En el límite entre tierra y arena, Mauritania lleva el cuscús hacia el Sahara. El trigo cede el lugar al mijo, al sorgo, al maíz. Cambia el contenido, no la esencia. En estas regiones, a menudo se sirve con leche fermentada, un contraste fuerte, casi desconcertante. Pero perfectamente coherente con la vida nómada, con las necesidades de quienes cruzan el desierto. Allí, el cuscús es supervivencia.
Sicilia: el eco árabe en el corazón de Italia
Cruzando el mar, el cuscús llega a Sicilia. Es herencia de la ocupación árabe medieval. En Trapani y San Vito Lo Capo se prepara con caldo de pescado y aromas mediterráneos. Es diferente, pero familiar. Habla árabe y siciliano. No es una copia: es una metamorfosis. Un encuentro entre dos orillas, dos mundos. La prueba de que el cuscús es un viajero incansable.

Brasil: memorias africanas al otro lado del océano
En el noreste de Brasil, el cuscuz se hace con maíz. A veces salado, a veces dulce, sencillo, servido con coco y leche condensada. Es desayuno, es merienda. Es el recuerdo lejano de los barcos esclavistas, de la resistencia cultural africana. Aquí, el cuscús ha cambiado de piel, pero no de alma. Sigue siendo el gesto de la mano que mezcla, el cuenco que se comparte.
Un Patrimonio de la UNESCO que habla de comunidad
En 2020, Argelia, Marruecos, Túnez y Mauritania unieron fuerzas para pedir a la UNESCO que reconociera el cuscús como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. No solo por la receta, sino por lo que representa: solidaridad, hospitalidad, identidad colectiva.
El cuscús se come en compañía. Se comparte. Se sirve en fiestas, bodas, funerales. Acompaña la vida y la muerte. Es uno de los pocos platos que pertenece a todos, sin importar clase social, edad o religión.
Cuscús hoy: entre moda y memoria
Hoy encontramos cuscús en todas partes. En supermercados ecológicos, en restaurantes de fusión, en platos gourmet. Pero muchas veces se reduce a una guarnición, se sirve frío, se mezcla con aguacate, salmón o tofu. No hay nada de malo, si se reconoce que eso no es el cuscús tradicional.
El cuscús auténtico no solo es nutritivo. Es sabio. Nacido para durar, para conservar sabor y sustancia en entornos hostiles. Es cocina circular, sostenible, minimalista mucho antes de que todo eso se pusiera de moda.
El cuscús es un símbolo: un mapa hecho de granos, que parte de las montañas del Atlas y llega hasta las mesas del mundo. Cada vez que probamos una cucharada, volvemos —aunque sea por un instante— a aquellas manos que lo preparan en Marrakech. A las mujeres bereberes que nunca han dejado de amasar, tamizar y transmitir.
Comer cuscús, hoy, también es un acto cultural. Es decir: “no olvido”. Es una forma de volver a compartir. De recordar que la comida, antes que nada, es comunidad.